Una dosis de realidad para China: primeros reveses al megaproyecto ‘Belt and Road’

21/09/2018 EL CONFIDENCIAL

El pasado 11 de agosto, un autobús que se dirigía a una extracción minera cruzaba la localidad paquistaní de Dalbandin cuando un suicida hizo estallar una camioneta cargada de explosivos, matando a tres de los pasajeros e hiriendo a varios más. Incluso para un país tan afectado por la violencia como Pakistán, este atentado era excepcional: había sido ejecutado por militantes del Ejército de Liberación de Baluchistán, un grupo separatista que opera en dicha provincia, y su objetivo eran los dieciocho trabajadores chinos a los que el vehículo transportaba a la mina de cobre y oro de Saindak, controlada por la Compañía Metalúrgica de China. El motivo esgrimido por los autores para justificarlo es “el suministro de armas chinas al ejército paquistaní, posteriormente utilizadas contra el pueblo baluchi”. Y aunque los ataques de los militantes baluchis contra proyectos financiados por China son frecuentes –entre 2014 y 2016, estas acciones dejaron 44 muertos y más de cien heridos, casi todos paquistaníes-, el de agosto fue uno de los primeros cuyo propósito declarado era matar a ciudadanos chinos.

Este atentado pone de manifiesto una realidad: a medida que la presencia de China en el extranjero se expande, crecen los riesgos y las dificultades. El megaproyecto One Belt, One Road (‘Un cinturón, una carretera’), conocido como OBOR y rebautizado posteriormente como Belt and Road Initiative (BRI), busca invertir aproximadamente 150.000 millones al año en infraestructuras en gran parte del planeta, en ferrocarriles, carreteras, puertos y plantas energéticas, que desarrollen esas zonas geográficas y sirvan para impulsar las exportaciones chinas y aumentar el peso diplomático y geopolítico de China. El presupuesto total del plan, según las últimas estimaciones, supera ya los 1,2 billones de dólares en inversiones en todo el mundo.

Más de 75 países se han adscrito ya a la iniciativa. En la práctica, en gran medida supone recibir créditos de instituciones chinas o controladas por Pekín –como el Fondo de la Ruta de la Seda, que cuenta con un presupuesto de 40.000 millones de dólares; el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras y otros bancos de propiedad estatal china; e incluso el Fondo Nacional de Pensiones-, proporcionados con muchos menos requerimientos que los préstamos de organismos occidentales, para financiar obras públicas que luego son construidas por compañías chinas. Ha sido definido en ocasiones como “un Plan Marshall para Asia”, aunque su escala es varias veces mayor.

Cuando el proyecto fue anunciado por primera vez en 2014, fue recibido con cierto escepticismo, como poco más que una extravagancia. Pero para 2017, cuando el presidente chino Xi Jinping lo relanzó ante 28 jefes de estado en Pekín, ya era imposible ignorar su magnitud. Entonces, muchos observadores cobraron conciencia de las implicaciones: China se expandía por el mundo, estableciendo los cimientos de una explosión económica y diplomática poco menos que imparable, convertida en una gigantesca potencia global.

En ese momento, las consideraciones económicas parecían relativamente secundarias respecto a las ventajas políticas y estratégicas. “Es un vasto proyecto geopolítico dirigido a cimentar el papel político y comercial de China por encima del de EEUU, no uno económico en el que cada proyecto vaya a generar un retorno [de la inversión]”, declaró entonces Michael Every, director de investigación de mercados financieros del Grupo Rabobank en Hong Kong, a la agencia Bloomberg. En el mismo artículo, Derek Scissors, investigador del Instituto de Empresa Americana de Washington, afirmaba: “La mayor parte del gasto de One Belt One Road no verá réditos financieros. Las firmas y bancos implicados son bastante conscientes de la alta probabilidad de pérdidas financieras en muchos países del OBOR, incluso si no lo admiten públicamente”.

«Viabilidad económica dudosa»
Pero China podría haber ido demasiado lejos en ese sentido. De los países que forman parte de la BRI, la deuda soberana de 27 de ellos está calificada como ‘basura’ por las tres principales agencias de calificación del mundo, mientras que otras 14, incluyendo a países como Afganistán, Irán y Siria, no han sido evaluadas o han retirado su solicitud de evaluación, según un artículo de Bloomberg. Y aunque algunos proyectos tienen sentido desde el punto de vista financiero –la mayoría de los expertos señala la construcción de ferrocarriles en Kenia, o entre Yibuti y la capital etíope de Addis Abeba-, otros muchos, como la línea que atraviesa Laos para conectar China con Tailandia, son mucho más discutibles.

“La viabilidad económica de proyectos costosos a través de países escasamente poblados y montañosos puede ser dudosa. Ha habido conversaciones sobre conexiones ferroviarias mejoradas entre China y Europa para estimular el comercio. Pero Asia Central ya tiene un extenso sistema de ferrocarril construido por Rusia, y la región, con muy poca población, carece de la densidad necesaria para hacer competitivos los trenes de alta velocidad”, escribe el especialista en Asia Philip Bowring en una publicación de la Universidad de Yale. “Los terrenos montañosos y las fronteras cerradas son otros obstáculos para el transporte terrestre de China a Europa y Oriente Medio. El transporte naval sigue siendo mucho más barato, los aviones más rápidos. Incluso cuando los prestamistas son conscientes de los riesgos, las consideraciones políticas a corto plazo son la prioridad tanto para China como para los gobernantes locales deseosos de grandes proyectos financiados con créditos a largo plazo”, señala.

Pero según un estudio del Centro para el Desarrollo Global publicado en marzo, ocho de los países económicamente más vulnerables del mundo –Mongolia, Pakistán, Laos, Kirguistán y Tayikistán, que comparten frontera con China, más Yibuti, Maldivas y Montenegro- podrían tener serios problemas para devolver los créditos chinos. “Belt and Road proporciona algo que estos países quieren desesperadamente: financiación para infraestructuras. Pero cuando nos vamos a este tipo de préstamos, puede haber ‘demasiado de lo bueno’”, señala John Hurley, especialista del Departamento del Tesoro de EEUU y uno de los autores del informe.

Estados Unidos, de hecho, es uno de los países más críticos con este sistema, que califica de “trampa china de la deuda”: ante la imposibilidad de devolver los préstamos, estos países se ven obligados a ceder soberanía a China, lo que Pekín aprovecha para hacer avanzar sus intereses geopolíticos. Según Washington, y tal y como creen numerosos expertos, esa es la verdadera intención del Gobierno chino. Es lo que ha sucedido en Sri Lanka, donde China ha aceptado cancelar 1.100 millones de la deuda del país a cambio de que Colombo le traspase el control del puerto de Hambantota durante 99 años, lo que le proporciona una localización formidable en un punto estratégico para el país, por donde pasan más del 80% de los cargamentos de petróleo importados por China.

En Hambantota, además del puerto (que costó 1.500 millones de dólares), China ha construido una autopista de cuatro carriles, un estadio de cricket y el aeropuerto Mattala Rajapaksa, de 209 millones de dólares, conocido como «el aeropuerto internacional más vacío del mundo», por donde apenas pasan una docena de viajeros al día. Hay, de hecho, tan poco tráfico aéreo que las autoridades aeroportuarias ganan más dinero alquilando los hangares vacíos para almacenar arroz que con los vuelos. «Los proyectos que China propone son tan grandes y atractivos y revolucionarios que muchos pequeños países no pueden resistirse. Toman los préstamos como una drogadicción, y quedan atrapados en la servidumbre de la deuda. Es claramente parte de la visión geoestratégica de China», afirma Bahma Chellaney, profesor de estudios estratégicos del Centro de Investigación Política de Nueva Delhi, en un artículo en el New York Times sobre la cuestión de Hambantota.

Retiradas estratégicas
Pero sea por la campaña de alerta lanzada por EEUU, sea por el ejemplo de Sri Lanka y otros lugares, algunos países están empezando a retirarse de la BRI. La primera ha sido Malasia, quien el pasado agosto se retiró de dos grandes planes de infraestructuras por valor de 23.000 millones de dólares, para evitar la gigantesca deuda que eso traería a su país. El nuevo primer ministro malayo Mahatir Mohamed lo anunció el pasado 21 de agosto, durante el último día de una visita oficial a Pekín, dejando lívidos a sus anfitriones. Mohamed indicó que su país se retiraba del llamado Ferrocarril de la Costa Este (ECRL) y del Gasoducto Trans-Sabah (TSGP), señalando que su principal prioridad es minimizar la deuda y los préstamos. «Si tenemos que pagar una compensación, tendremos que pagarla. Esta es la estupidez de las negociaciones anteriores. Debemos encontrar una salida de estos proyectos», aseguró.

Cierto es que el contexto de Malasia es muy específico: Mohamed culpaba de estos acuerdos a su antecesor, Najib Razak, cuya Barisan Nasional (Coalición Nacional) había gobernado el país prácticamente desde la independencia, pero que perdió las elecciones el pasado mayo. Apenas un mes y medio después de su salida del poder, Razak fue detenido e imputado por corrupción. Mohamed, de hecho, había basado gran parte de su campaña contra los presuntos desmanes del entonces primer ministro, y había arremetido contra los pactos económicos con China, calificándolos de «nuevo colonialismo».

Otros estados podrían seguir su ejemplo, o como mínimo enfrentarse a oleadas de descontento popular que pueden traducirse en revueltas. Ha sucedido en las Maldivas o las Seychelles, o en Myanmar, donde varios proyectos hidroeléctricos han sido recibidos con una importante resistencia local. También ocurre en Asia Central, donde una población tradicionalmente sinofóbica ve con enorme recelo la expansión de los negocios de capital chino o la adquisición de tierras, lo que ha desatado protestas en varios lugares.

Pero el principal desafío al que se enfrenta la BRI hoy día lo presenta Pakistán. Allí, un proyecto llamado Pasillo Econónico China-Pakistán (CPEC, por sus siglas en inglés) por valor de 62.000 millones de dólares pretende conectar la región occidental china de Xinjiang con el puerto de Gwadar. Para Pekín, las ventajas geopolíticas son innumerables: esto le permitiría acceder directamente al Índico, evitando los cuellos de botella marítimos del Pacífico, una región donde su hegemonía es mucho más incierta debido a la presión de Washington.

La alianza entre China y Pakistán viene de antiguo, cimentada en la tradicional rivalidad de ambos países con la vecina India. Pekín fue uno de los pocos países que apoyó a Islamabad durante la violenta guerra de secesión de Pakistán Oriental, el actual Bangladesh. De hecho, el Gobierno paquistaní se ha tomado grandes molestias para proteger las inversiones chinas en el país, destinando unos 17 millones de dólares en lo que va de año para proteger los proyectos del CPEC mediante la llamada División de Seguridad Especial, que cuenta con 9.000 soldados y 6.000 paramilitares, y se espera un despliegue adicional de 4.200 miembros de las fuerzas de seguridad en la provincia de Khyber Pakhtunkhwa, en la frontera noroccidental con Afganistán, con ese mismo fin.

¿Cuánto vale Pakistán?
Pero, pese a los ataques, el principal problema chino en Pakistán no viene del terrorismo sino de las finanzas: en los últimos 20 meses, las reservas de divisas del país han caído a la mitad, a menos de 10.000 millones de dólares, y la rupia ha perdido casi el 20% de su valor frente al dólar desde enero. El déficit ha crecido más de un 40% en dos años, la deuda externa se acerca a casi un tercio del PIB, y una de las primeras iniciativas del nuevo primer ministro paquistaní, Imran Khan, elegido a finales de julio, ha sido pedir un nuevo rescate al Fondo Monetario Internacional por valor de entre 12 y 14.000 millones de dólares, el mayor de la docena recibidos por el país a lo largo de las tres últimas décadas. No obstante, el secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, ha declarado que su país se opondrá al rescate si eso significa usar los fondos del FMI para cancelar las deudas a los prestamistas chinos.

«Si Pakistán llega a un acuerdo con el FMI que incluye abrir los libros del CPEC, y si los términos hechos públicos exponen un sistema de préstamos depredadores chinos, eso minaría las ambiciones de China en todas partes, en un momento en el que cierto número de socios de la BRI han estado intentando cancelar o renegociar los proyectos», afirma Phillip Orchard, analista de la consultoría de inteligencia privada Stratfor. «La alternativa para Pekín es llevar a cabo una parte mayor del rescate por sí mismo, pero eso significa invertir más fondos solventes en una mala inversión. Hasta la fecha, el valor de los proyectos del CPEC se ha desplomado a cantidades inferiores a un tercio del total aportado, así que completar el CPEC tal y como lo había proyectado Pekín podría implicar mucho más dinero valioso que desaparece en el éter del Himalaya», asegura en un análisis en un análisis.

Pese a todo, China parece otorgar un valor supremo a su implantación en Pakistán, considerado la joya de la corona de todo el megaproyecto BRI. Además de la ampliación del puerto de Gwadar, muchos observadores creen que Pekín está presionando a favor de la construcción de una base aérea y naval en Jiwani, cerca de la frontera iraní, lo que aumentará la proyección militar china en prácticamente toda el área central de las nuevas rutas económicas. «Pakistán necesita la ayuda de China mientras hace frente a una serie de desafíos económicos, incluyendo una cadena de suministros industriales muy atrasada, un comercio exterior débil y una gran parte de su población viviendo aún en la pobreza y sin una educación adecuada», dice un editorial del diario oficialista chino en inglés Global Times, que insta a los funcionarios chinos a «ignorar el ruido y elevar sus inversiones en Pakistán».

Y como señala Orchard, cuanta mayor sea la deuda de Islamabad con Pekín, mayor será su influencia a la hora de ejercer presión. Pero, al mismo tiempo, corre el riesgo de verse arrastrado a una espiral sin fin. «La parte negativa de ser una nación acreedora es que, si realmente necesitas que te devuelvan el dinero -o si realmente necesitas que el proyecto que estás financiando sea completado y sirve a imperativos estratégicos fundamentales, como en el caso de China- el deudor retiene bastante influencia e incentivos para seguir pidiendo más», apunta el analista. A lo largo del último año, China le ha proporcionado a Pakistán créditos por valor de 5.000 millones de dólares, incluyendo un préstamo de emergencia de 2.000 millones poco después de las elecciones de julio, pero eso no ha bastado para estabilizar las finanzas del país. El pozo paquistaní, aparentemente sin fondo, puede acabar siendo el pilar que apuntale la Iniciativa Belt and Road, o la lápida que marque su tumba.

Política de privacidad Aviso legal Política de cookies